Tengo tres amigos, desde el principio de los tiempos, aquellos en los que yo era una calichina.
Tres locos encerrados en una sala congelada que ellos volvían, contradictoriamente, el lugar más cálido de aquel enorme Canal 1 de los noventa.
Una propuesta tentadora para ser asistente de producción en la casa realizadora top del momento me llevó un día a Parque Sur 399 sin saber que ese iba a ser para mí, en medio de una vorágine de directores neuróticos y productoras desquiciadas, un parque de diversiones.
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Era un lugar enloquecedor: todos corrían, gritaban, nadie tenía tiempo ni para saludar, las escaleras atiborradas de creativos y productores de agencia mezclados con elementos de utilería que pisoteaban los niños modelos que corrían entre vestuaristas y maquilladoras.
Aquel modernísimo edificio frente a un bosque de eucaliptos se dividía dantéscamente así:
En el último piso: el cielo de Quique y Marcela, en el sótano: el infierno de los calurosos estudios y, al medio, esa puerta mágica frente a la mía que tanto me gustaba atravesar porque sabía que ahí habitaba la risa, sentada en esas sillas con rueditas, que iban y venían metiendo los betacam a esas enormes máquinas que ya no existen y que formaban los desaparecidos switchers.
Los Maestrinis, como se autodenominaban, no trabajaban menos que los demás pero trabajaban diferente.
No sé si era soy yo, la que con mis ojos de chibola palomilla los veía como a Curly, Larry y Moe o si eran realmente tres comediantes disfrazados de editores que siempre, siempre tenían tiempo para doblar comerciales en joda, grabar parodias, componer un extraordinario blues llamado “Darling” o el inigualable huaynito: “Chispicanchis”, grandes hits de conocimiento general en la empresa, que todos pensábamos que debían grabarse en serio y catapultarlos a la fama de una buena vez.
Lo que sí sé es que me ofrecieron desde el primer día un lugar especial junto a ellos que no le ofrecieron a nadie, que desde que me bautizaron como la Maestrina me dieron más que un apodo, me enseñaron a reír en los momentos de peor presión, me enseñaron a contar historias tan bien contadas que luego aplicaría desde mi lugar de redactora , y lo más importante de todo : me enseñaron que la amistad existe y que se demuestra realmente en las malas, que el “todos para uno y uno para todos” es indispensable y más aún en esta profesión de egos colosales.
La modernidad destruyó esa guarida llamada switcher pero nos dio ahora la posibilidad de compartir un chat en donde, como en aquel Parque Sur, los cuatro reímos sin parar, como siempre, muchas veces, todos los días.
Un chat mágico en donde viven, Jose, Martin y Yuri, los Athos, Porthos y Aramis de la edición y donde D´artagnan es una mujer.
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