Al persa Al-Kuarizmi, un matemático que vivió entre los siglos VIII y XIX, jamás se le hubiera ocurrido que de su nombre derivaría el concepto que más de 1200 años después regiría buena parte de la vida humana en este planeta.
Ni Google, ni Facebook, ni Linkedin, ni Netflix y en realidad ningún programa de computación existiría sin algoritmos, que se usan para recomendarnos nuevos amigos o qué cosas leer, y últimamente gracias a la inteligencia artificial, predecir y recomendar qué productos comprar o que avisos ver.
Estos algoritmos se basan principalmente en nuestros gustos. Los de Google y Facebook siguen cada clic que le damos a una noticia, a una foto y si es a un aviso, para determinar que nos gusta y mostrarnos más de lo mismo. Cada vez que le damos like a algo en Facebook no solo estamos expresando un gusto, estamos construyendo nuestro perfil como consumidores que después será utilizado por alguna empresa para mostrarnos algún aviso que, se supone, también nos gustará.
Este “mundo feliz” de gustos e información (pongo a la publicidad en esta categoría), hecha a medida de nuestros intereses, prejuicios e inclinaciones, ha creado burbujas que en muchos casos refuerzan una percepción preconcebida de la realidad que se refuerza cada vez que abrimos Facebook o buscamos algo en Google.
En este contexto, las fake news o falsas noticias, de inesperada irrupción en la campaña que llevó al poder a Donald Trump, tienen un papel fundamental en nuestras vidas porque pueden torcer una elección o determinar un proceso político. La tecnología ha creado un problema social.
Aunque gran parte del énfasis en la discusión de “noticias falsas” se centra en el contenido que es visiblemente distorsionado, gran parte del contenido más insidioso es un contenido sutil que es factualmente preciso, pero sesgado en la presentación y que lleva a la gente a sacar conclusiones peligrosas que no están explícitas en el contenido en si.
Ese contenido, realimentado por los algoritmos, lleva a muchos a conectar diferentes puntos y sacar conclusiones que los terminan llevando a una realidad paralela, pero para ellos real, que determina votos, actitudes y elecciones.
A medida que nos distraemos con el contenido producido para el beneficio económico, innumerables actores están construyendo la capacidad de manipular a otros a través de contenidos mucho menos fácilmente detectables.
En este punto se le ha reclamado a Google y a Facebook que intervengan y solucionen el problema. Pero es difícil que mecanismos automáticos logren detener la ola. Años atrás se desarrollaron algoritmos para detectar y suprimir contenido relacionado con la anorexia. Quienes creen que la anorexia es una forma de vida válida empezaron a referirse a ella como mi amiga Ana, lo que dejo a los algoritmos inerme frente a la, todavía, superior inteligencia humana.
Es cierto que ambas empresas tienen un cuasi monopolio sobre cómo millones de personas se informan y (mucho más importante aún) distribuyen información, pero no creo que ninguna pueda, y sinceramente quiera, resolver el problema a menos que eso genere una caída en sus ingresos.
Si bien tienen una responsabilidad, es poco probable que puedan resolver por sí solas la cuestión, incluso contratando editores como se ha anunciado que Facebook piensa hacer. La misma empresa eliminó todos los editores de su sección de noticias hace pocos meses y su filosofía es resolver problemas con tecnología no con gente.
En este sentido, el tema no es tan sencillo como mejorar un algoritmo, apretar le tecla enter y el problema se resuelve. El auge de las fake news se produce en un contexto social, político y económico que, es justo decirlo, no fue creado por Google o Facebook.
La tecnología está actuando como un amplificador del odio, de la discriminación, el racismo, de la ignorancia, pero todos esos factores están con nosotros desde hace milenios. Se necesita que todos -incluidas las empresas- se enfoquen en las dinámicas subyacentes que son reflejadas y ampliadas por la tecnología.
Ya han corrido ríos de tinta y se han empleado millones de bytes en escribir acerca de la intersección entre la intolerancia, el miedo, la desigualdad, la inestabilidad económica, la desilusión frente a una sociedad global que deja atrás a millones de personas.
Pero ha sido ese sistema, y los políticos y otros actores sociales –incluso los medios de comunicación- quienes han contribuido a generar la polarización extrema sobre la que se alimentan las fake news. En este sentido los medios de comunicación, desorientados por el auge de la digitalización y la irrupción de Google y Facebook que mayoritariamente están quedándose con el enorme negocio de la publicad online, tienen un papel clave en un mundo donde las fake news no sean el principal componente del menú noticioso de la gente.
Y para ello necesitan re valorizar el periodismo, promover la reflexión en las redacciones y no la caza de clics para ver si se puede vender un aviso más. Y el público debe entender que la información no es gratis, hay que producirla y como con la comida, es mejor saber de quien proviene o quien la hizo, antes de meterla en la boca.
El desafío es no pensar que Facebook o Google solucionarán esto. Es necesario desarrollar estructuras sociales, técnicas, económicas y políticas que permitan a la gente a entender, apreciar y tender un puente sobre diferentes puntos de vista. Enfrentamos un problema social y cultural.
Y para ello, la tecnología -por sí sola- no es la solución.
Por más bueno que sea el algoritmo.
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