Cruzar miradas por encima de la laptop mientras dos personas toman agua frutada servida de un bidón de vidrio helado fue cool cuando comenzó su auge hace unos cinco años. Hoy es normal, o un detalle más, pero no el motivo por el que eventualmente dejaré mi querida oficina, un “coworking artesanal”, coalquilada con otras dos pymes, en una calle miraflorina donde las señoras de alcurnia vienen de incógnita a empeñar las joyas familiares.
El coworking “™” es una manifestación más de la economía colaborativa o sharing economy, que tiene su correlato en otras prácticas trendyincipientes en nuestra sociedad o ya totalmente internalizadas en varios segmentos: alquilar una bicicleta o un scooter por minutos; ir en taxi a todas partes, incluso haciendo carpool; comprar un departamento chico asumiendo que compartiremos la terraza, el patio y una extensión de nuestra sala con una rotación de vecinos; alquilar un departamento con room mates, y hasta el tener varias parejas en paralelo consenso en una suerte de economía colaborativa de la sexoafectividad, todo lo cual proviene de la otra cara de la moneda de una generación forzada a compartir para poder acceder a la mitad de experiencias y propiedades que sus padres tuvieron a su edad. Lo que tiene de nuevo el coworking es que personas de veintitantos o treinta y tantos años están invirtiendo en un lugar para producir con bienestar en una cultura urbana que nos acerca a vivir para trabajar.
La dimensión más conocida y tangible del coworking es la dimensión física del espacio de oficinas compartidas, y luego está la dimensión social de la práctica de constante articulación y desarticulación de equipos humanos (table partnerships, hot desks, etc.). Ese compartir a la fuerza ha reestructurado nuestro cerebro, y viceversa. Trans-organización e inter-organizaciones, de acuerdo con las necesidades de proyectos muy específicos en un contexto de mergings corporativos millonarios en paralelo a atomizaciones constantes y diversas a cargo de líderes del mercado que apuestan por la pyme.
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El cotrabajo, la cocreación, el colaborativismo sin barreras en todos nuestros productos. Estas dos dimensiones se relacionan entre sí cuando se convierten en cultura laboral: la puesta en marcha del mindset ágil, de cocreación constante sin jerarquías, desechando malas prácticas asociadas a la rigidez de roles, optimizando tiempos contrarreloj y capitalizando la incertidumbre en alternativas.
¿Por qué pasar a un espacio de “coworking trademark”? Resulta que no es (tanto) por el refresh de imagen de la dimensión espacial, tan relevante para las corporaciones que se mudan a pisos enteros, o los excorporativos que emprenden luego de décadas en un puesto. Para los nuevos usuarios independientes Viejennialsno es así: hace tiempo que networkeamos en cualquier pasillo, hacemos yoga o abrimos una cerveza a las tres. Por lo que invertiríamos es por pasar a un nuevo espacio, saneado por ese upgrade corporativo, donde vivir la dimensión social ágil de nuestros negocios resignificada con el “co” que importa: cocrear, cotrabajar.
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