Esa frase es previa al escrutinio. A esa especie de examen que desde que empecé a escribir para publicidad, se vieron sometidas mis ideas, cada vez que las presentaba a los ejecutivos de cuentas y luego a los clientes (cuando eran aprobadas “in house” por los primeros, por supuesto). Me acostumbré a que corrigieran, a que consideraran que no era “lo que yo quiero”, como si yo pudiera adivinar lo que “querían”.
Me acostumbré a rehacer los textos una y otra vez, a presentar alternativas, a ignorar risitas socarronas, a no tener en cuenta malos modales, a poner al servicio de pedidos, a veces vagos, lo que mejor pudiera hacer escribiendo.
Ser redactor en publicidad, es como ser albañil; uno que en vez de ladrillos pone letras y palabras en fila, o una encima de la otra, para formar textos, que, como paredes, levantarán una casa llamada aviso o guion.
Con el tiempo, el trabajo de albañilería publicitaria se realiza más rápido, pero siempre hay que tener cuidado de poner la argamasa suficiente, para que los ladrillos-palabra peguen bien, hay que comprobar que estén alineados y las paredes no sean un desastre. Se requiere de tiempo, ese que proporciona experiencia y hace que todo sea más fácil. Se gana asentimientos de aprobación, sonrisas, palmaditas en la espalda y de pronto te comunican que tu texto formó parte de la pieza publicitaria que ganó premio en un concurso.
Vas a pasar “las de Quico y Caco”, “las de Caín”, “las de no creer”. Vas a escribir y después de mucho, vas a lograr que lo que escribes, haga que la gente -el público/objetivo- se fije en “tu pared”, sienta atracción por la casa que construiste pacientemente y esté cómoda en ella, que le guste la casa.
Ese es el mayor premio de un redactor creativo publicitario: la preferencia del público.










