Según el diccionario, “artesa” es un recipiente cuadrilongo de cocina; el modelo de madera se ha utilizado durante siglos para amasar el pan y en otras labores culinarias.
Para mi, como para los compañeros con quienes trabajáramos en el McCann de los años 70, antes y posiblemente después (no sé si continuará existiendo), ARTESA (“ARTE S.A.) era esa importante parte de la agencia que aseguraba los “artes finales” y todo aquello que tuviese que ver con la gráfica.
ARTESA, en mi época, quedaba en un piso que estaba más arriba, donde gerencia, departamento de cuentas, departamento creativo y no recuerdo si el de medios compartíamos el espacio.
Tal vez esto no importe mucho y sea solamente un recuerdo nostálgico, pero para ese muchacho que era yo, haciendo mis pininos como redactor publicitario, era “ese lugar mágico” o casi mágico, donde se dibujaba, imprimía, se ilustraba y se “armaban” los “productos gráficos”, que luego vería en periódicos, afiches, folletos e infinidad de material.
Ahí vería “antes” que el público en general, lo que la agencia y sus varios clientes iban a publicar. Sé que parecerá tonto, pero esa sensación de anticipación exclusiva hacía que me sintiese una especie de elegido y me llenaba de orgullo. Siempre me he sentido orgulloso de ser un creativo publicitario, pero estoy seguro que nació allí, en mis visitas a ARTESA, curioseando el trabajo maravilloso de ilustración y la perfección del acabado de artes finales del “Araña” Antonio Arriaga y la, la meticulosidad de quienes allí hacían realidad lo que antes solo eran ideas boceteadas por los directores de arte Lino, Félix, Víctor y Lucho (que también ilustraban, claro).
De pronto ya no existe esa sensación o yo era muy impresionable, como buen novato, pero atesoro con cariño esos momentos, repito, mágicos, que la publicidad me regaló: En ARTESA, se amasaba el buen pan publicitario, cada día.