Un día, hace algunos años cuando manejaba el marketing de un importante banco, fui llamado por el gerente general de la empresa a su oficina. Quería hablar de publicidad, lo cual me pareció bastante extraño, pues nunca antes había intervenido en nuestro trabajo. Una vez frente a él, me mostró la primera plana del diario El Comercio donde se podía ver una impresionante foto de una larga avenida plagada de paneles y carteles publicitarios. La verdad, la fotografía mostraba un escenario caótico, agravado aún más por el ángulo de ésta, en el que se veía más anuncios que autos a lo largo de una congestionada Javier Prado.
¿Nosotros estamos comprando publicidad en la calle? me preguntó, a lo cual le respondí que no (lo cual era cierto pues no teníamos ninguna campaña en ese momento). Qué bueno, me dijo. Espero que no compremos nada. No podemos contribuir a la contaminación ambiental espantosa de nuestra ciudad. Fin de la reunión.
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No es novedad para nadie, que nuestra ciudad capital luce como una de las más desordenadas del mundo, en especial en sus principales vías. Más allá del tráfico insufrible ocasionado por el mal diseño vial, la mala señalización, la inoperatividad policial y el poco civismo de los conductores, se palpa una gran informalidad en la distribución de la publicidad exterior que nos bombardea de anuncios hasta aturdirnos.
Ni qué decir cuando empiezan las campañas electorales y la calle se convierte en un mercado persa, donde se superponen unos a otros elementos de todos los tamaños y calidades, pareciendo querer demostrar quién tiene la billetera más gorda.
El tráfico pesado y la lentitud con la que circulan vehículos privados y públicos, podría hacer pensar a algunos que hay una gran oportunidad para capturar la atención de todos quienes padecemos el vía crucis –con y sin “pico y placa”- de trasladarnos por estas grandes avenidas. Es posible que sea cierto y que las cada vez más luminosas pantallas digitales fuesen un atractivo ineludible para quienes debemos “consumirlas” a diario.
También es posible que este tránsito pesado sea una oportunidad para desarrollar campañas creativas que aprovechen para capturar nuestra atención, darnos tiempo para anotar referencias de los avisos y hasta nos motiven a pedir una hamburguesa que nos será alcanzada en medio del tráfico –como proponía una fantástica publicidad de Burger King en ciudad de México-.
Sin embargo, creo que es innegable que el temor que mostró mi jefe hace algunos años, relacionado a la contaminación visual y ambiental, se ha agravado en los últimos años, producto de la informalidad y gran desorden de nuestras ciudades. Existe un número importante de empresas bien constituidas y respetuosas de la legalidad y el entorno, pero han venido proliferando operadores que se aprovechan de la también corrupta administración de los gobiernos locales que han permitido esta insensible proliferación de espacios publicitarios que, siendo tantos a estas alturas, terminan afectando a su propia industria que mantiene un stock inactivo esperando que las cosas mejoren y que los presupuestos crezcan para poder aumentar su ocupación.
En este contexto difícil, Mercado Negro ha instaurado hace algunos años un premio que tiene el importante reto de resaltar la habilidad de marcas, implementadores y agencias, para destacarse en medio de una jungla de mensajes que compiten furiosamente en el caos citadino. Los Premios TOTEM se han vuelto a hacer presentes por cuarto año consecutivo para reconocer lo que ha sido, es y será, el insumo más importante de las comunicaciones de marketing: la creatividad.
Solo con creatividad será posible que pueda distinguirse aquel que quiere ser visto y escuchado. Solo diferenciándose en su comunicación, con una idea memorable, una gráfica impactante, un mensaje relevante y una estrategia inteligente, será posible que una marca haga una diferencia. Y muchas veces, cada vez más, agregando algo adicional que hoy en día importa mucho: La posibilidad de ser amigable con el entorno, amable con el medio ambiente y solidario con la ciudad.
Es un reto grande que, en la época del propósito y de la responsabilidad social, debiera ser considerado por quienes vivimos en comunidad y también nos preocupamos por la eficacia de nuestras comunicaciones. Inclusive, convirtiendo el problema en una oportunidad para generar aprobación social y engagement con nuestras marcas, como lo lograra hace algún tiempo una universidad que convirtió sus paneles en generadores de agua potable o en purificadores de aire, generando bienestar a sus vecinos. Una combinación de objetivos, el del negocio y el de la buena ciudadanía corporativa, que debe llevar a una mayor exigencia a todos los involucrados. Y de paso, despejar definitivamente las dudas de quienes ven con preocupación que sus marcas y empresas se puedan convertir en parte de ese desorden insoportable. Fin de la reflexión.